Para nuestra mentalidad el presente es siempre un resultado del pasado, y son el pasado y el presente los que determinan un futuro u otro. Para Jesús, por el contrario, el futuro de Dios tiene prioridad, y es la certeza del triunfo del futuro lo que determina el comportamiento humano.
Jesús habla del presente del Reino como de un futuro que se aproxima al hombre, de tal manera que presente y futuro están unidos íntimamente entre sí.
Lo que da sentido a la vida del hombre no es su situación actual, sino lo que está llamado a ser. Al afirmar que el Reino de Dios está ya en medio de nosotros, Jesús dice que el triunfo futuro está ya en condiciones de actuar en el corazón del hombre como una realidad presente salvadora.
El Reino de Dios está ya entre nosotros porque el futuro ha comenzado ya con Jesús. Los hijos de Dios tienen ya lo futuro en sus corazones, aunque el mundo visible parezca que no varía, porque el grano de mostaza es mínimo con relación al árbol frondoso que está llamado a ser. A partir del futuro la realidad presente adquiere todo su sentido. Jesús descubre la importancia del momento presente en relación con la plenitud final del Reino. Dios es para Jesús el poder del futuro actuando ya en el presente.
Jesús anuncia con toda decisión el triunfo final de la causa de Dios. El futuro pertenece a Dios. Su Reinado no ha de quedarse en el inicio actual: llegará a su implantación definitiva y total. Es desde esta esperanza desde la que el hombre debe luchar en el presente. Desde esta esperanza el mundo y la sociedad actuales deben ser interpretados y cambiados. Jesús no quiso dar enseñanzas sobre el fin. El nos enseña a abrirnos al futuro de Dios por medio de posibilidades siempre nuevas que florecen en el acontecer diario.
El hombre de fe no vive instalado en un presente que no cambia, temerosos siempre de un futuro que cuestione sus seguridades. El creyente en Jesús está en actitud constante de abertura hacia el futuro, viviendo el presente como liberación de sucesos que pertenecen al futuro del Reino. En la experiencia de su fe sabe que "Dios viene" (Ap 1,4), más, que "Dios existe". El hombre que se cierra frente al futuro aborda el sentido de su existencia, que está en "el poder del futuro", es decir, en Dios.
Es característico de Jesús su poco interés por el pasado pecaminoso de una persona. El no condena a nadie; solo le interesan las posibilidades de futuro que la conversión tiene en el presente.
Jesús anunció un Reino futuro, cosa que ya había hecho mucha gente. Pero lo original en él fue anticipar ya el futuro, convirtiéndolo en realidad comenzada.
El Reino anunciado por Jesús tiene un doble aspecto. Por un lado proclama la esperanza del triunfo absoluto de Dios; por otro, abre caminos en el presente. Si predicase sólo el triunfo futuro sin su anticipación dentro de la historia, estaría alimentando ilusiones vanas; si sólo buscara liberaciones parciales, sin perspectiva de totalidad y de futuro, frustraría esperanzas y caería en un inmediatismo sin consistencia. Jesús mantiene esta doble tensión: por un lado, el Reino está ya en medio de nosotros, fermentando al viejo mundo; por otro, el Reino es todavía futuro, es objeto de esperanza y de construcción conjunta del hombre y de Dios. Por un lado anuncia la liberación total de la historia; por otro, anticipa la totalidad en un proceso de pequeñas liberaciones concretas, siempre abiertas a la totalidad.
El Reino de Dios jamás se identifica con las estructuras del mundo, pero está metido dentro de ellas y se desenvuelve en ellas como un proceso. No coincide totalmente con ninguna alternativa histórica concreta: se sitúa siempre adentro y siempre más allá, abierto hacia adelante. Dios está constantemente delante de nosotros llamándonos a más. Ello le da al cristiano una esperanza sumamente atrevida, audaz y valiente, y le pone más allá de todo cambio y de toda revolución.
La meta puesta por Dios a todo este proceso es "llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celestial" (Ef 1,10). Todo ha de quedar sometido a Cristo (1 Cor 15,28). El mundo, aplastado por la fuerza del pecado, dejará de existir cuando en él todo pertenezca a Cristo, o sea, cuando el amor imponga por completo su ley. Entonces se habrá restaurado el orden de la creación, ocupando Dios su primacía absoluta. Ya no habrá sitio para el pecado. Siendo ya todo de Dios, el mundo presente, regido por el pecado, dejará de existir, para dar paso a un mundo nuevo, donde reine a plenitud la fuerza del amor. Dios reinará como Padre verdadero y Jesús resucitado, nuestro hermano, será todo en todos. Es esta una esperanza inquebrantable, incapaz de defraudarnos (Rm 5,4). La plenitud del Reino es "una magnífica esperanza" (2 Tes 2,17), pues "estaremos siempre con el Señor" (1 Tes 4,17), felices para siempre con él (Jn 16,22-24; 17,24).
"De acuerdo con su promesa, aguardamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2 Pe 3,13).
Jesús habla del presente del Reino como de un futuro que se aproxima al hombre, de tal manera que presente y futuro están unidos íntimamente entre sí.
Lo que da sentido a la vida del hombre no es su situación actual, sino lo que está llamado a ser. Al afirmar que el Reino de Dios está ya en medio de nosotros, Jesús dice que el triunfo futuro está ya en condiciones de actuar en el corazón del hombre como una realidad presente salvadora.
El Reino de Dios está ya entre nosotros porque el futuro ha comenzado ya con Jesús. Los hijos de Dios tienen ya lo futuro en sus corazones, aunque el mundo visible parezca que no varía, porque el grano de mostaza es mínimo con relación al árbol frondoso que está llamado a ser. A partir del futuro la realidad presente adquiere todo su sentido. Jesús descubre la importancia del momento presente en relación con la plenitud final del Reino. Dios es para Jesús el poder del futuro actuando ya en el presente.
Jesús anuncia con toda decisión el triunfo final de la causa de Dios. El futuro pertenece a Dios. Su Reinado no ha de quedarse en el inicio actual: llegará a su implantación definitiva y total. Es desde esta esperanza desde la que el hombre debe luchar en el presente. Desde esta esperanza el mundo y la sociedad actuales deben ser interpretados y cambiados. Jesús no quiso dar enseñanzas sobre el fin. El nos enseña a abrirnos al futuro de Dios por medio de posibilidades siempre nuevas que florecen en el acontecer diario.
El hombre de fe no vive instalado en un presente que no cambia, temerosos siempre de un futuro que cuestione sus seguridades. El creyente en Jesús está en actitud constante de abertura hacia el futuro, viviendo el presente como liberación de sucesos que pertenecen al futuro del Reino. En la experiencia de su fe sabe que "Dios viene" (Ap 1,4), más, que "Dios existe". El hombre que se cierra frente al futuro aborda el sentido de su existencia, que está en "el poder del futuro", es decir, en Dios.
Es característico de Jesús su poco interés por el pasado pecaminoso de una persona. El no condena a nadie; solo le interesan las posibilidades de futuro que la conversión tiene en el presente.
Jesús anunció un Reino futuro, cosa que ya había hecho mucha gente. Pero lo original en él fue anticipar ya el futuro, convirtiéndolo en realidad comenzada.
El Reino anunciado por Jesús tiene un doble aspecto. Por un lado proclama la esperanza del triunfo absoluto de Dios; por otro, abre caminos en el presente. Si predicase sólo el triunfo futuro sin su anticipación dentro de la historia, estaría alimentando ilusiones vanas; si sólo buscara liberaciones parciales, sin perspectiva de totalidad y de futuro, frustraría esperanzas y caería en un inmediatismo sin consistencia. Jesús mantiene esta doble tensión: por un lado, el Reino está ya en medio de nosotros, fermentando al viejo mundo; por otro, el Reino es todavía futuro, es objeto de esperanza y de construcción conjunta del hombre y de Dios. Por un lado anuncia la liberación total de la historia; por otro, anticipa la totalidad en un proceso de pequeñas liberaciones concretas, siempre abiertas a la totalidad.
El Reino de Dios jamás se identifica con las estructuras del mundo, pero está metido dentro de ellas y se desenvuelve en ellas como un proceso. No coincide totalmente con ninguna alternativa histórica concreta: se sitúa siempre adentro y siempre más allá, abierto hacia adelante. Dios está constantemente delante de nosotros llamándonos a más. Ello le da al cristiano una esperanza sumamente atrevida, audaz y valiente, y le pone más allá de todo cambio y de toda revolución.
La meta puesta por Dios a todo este proceso es "llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celestial" (Ef 1,10). Todo ha de quedar sometido a Cristo (1 Cor 15,28). El mundo, aplastado por la fuerza del pecado, dejará de existir cuando en él todo pertenezca a Cristo, o sea, cuando el amor imponga por completo su ley. Entonces se habrá restaurado el orden de la creación, ocupando Dios su primacía absoluta. Ya no habrá sitio para el pecado. Siendo ya todo de Dios, el mundo presente, regido por el pecado, dejará de existir, para dar paso a un mundo nuevo, donde reine a plenitud la fuerza del amor. Dios reinará como Padre verdadero y Jesús resucitado, nuestro hermano, será todo en todos. Es esta una esperanza inquebrantable, incapaz de defraudarnos (Rm 5,4). La plenitud del Reino es "una magnífica esperanza" (2 Tes 2,17), pues "estaremos siempre con el Señor" (1 Tes 4,17), felices para siempre con él (Jn 16,22-24; 17,24).
"De acuerdo con su promesa, aguardamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2 Pe 3,13).
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