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jueves, 26 de marzo de 2009

Iglesia y sociedad...

Distancias y encuentros

por Oscar Campana, Director de la revista Vida Pastoral

“Me han dicho que seguir con atención las noticias accesibles por Internet habría dado la posibilidad de conocer tempestivamente el problema (el caso Williamson). De ello saco la lección de que, en el futuro, en la Santa Sede deberemos prestar más atención a esta fuente de noticias.”
Benedicto XVI, Ciudad del Vaticano, 12 de marzo de 2009

“Las hoy indispensables tres WWW (World Wide Web), que nacieron con vocación universal y acabaron revolucionando la forma de comunicarnos, han cumplido 20 años , y el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), lo conmemoró con la satisfacción de haber sido ‘el vientre’ donde fueron gestadas. Tim Berners-Lee , nacido en Londres, Inglaterra y físico del CERN, ideó en 1989 las mundialmente conocidas tres WWW, que más o menos significan Amplia Telaraña Mundial.”
EFE, Ginebra, 13 de marzo de 2009

Los cambios en las relaciones sociales
y sus consecuencias pastorales

Ya en 1961, en la carta encíclica Mater et Magistra Juan XXIII consideraba como “una de las notas más características de nuestra época (...) el incremento de las relaciones sociales, o sea la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchas formas de vida y de actividad asociada (...) Entre los numerosos factores que han contribuido actualmente a la existencia de este hecho deben enumerarse el progreso científico y técnico, el aumento de la productividad económica y el auge del nivel de vida del ciudadano. Gracias a los incesantes avances de los modernos medios de comunicación —prensa, cine, radio, televisión—, el hombre de hoy puede, en todas partes, a pesar de las distancias, estar casi presente en cualquier acontecimiento.” (Juan XXIII, Carta encíclica Mater et Magistra, 59.61).

Nuevos desarrollos científicos y técnicos traen, ineludiblemente, nuevas formas de relaciones entre los hombres y mujeres de nuestro mundo. Es la historia misma de la humanidad. El cambio cuantitativo y cualitativo de esas formas genera tiempos y espacios donde los códigos comunicacionales conocidos ingresan en una zona de vacancia y las nuevas formas de vinculación avanzan, a veces avasalladoramente, más de prisa de lo que los sujetos –y las instituciones– pueden procesarlas. Por eso es que ese mismo desarrollo podría dejar lugar a “un deslizamiento más acentuado hacia un nuevo positivismo: la técnica universalizada como forma dominante del dinamismo humano, como modo invasor de existir, como lenguaje mismo, sin que la cuestión de su sentido se plantee realmente.” (Paulo VI, Carta apostólica Octogesima adveniens, 29). Ese es el riesgo a correr, con toda la angustia personal y colectiva que conllevan las épocas de transición.

La traducción pastoral de estas ideas debiera apuntar a mirar el aggiornamento del cual hablaba Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II no como la mera adopción externa y hasta superficial de algún ropaje “moderno” sino, ante todo, como el reconocimiento de aquellos códigos adquiridos que se tornan hoy irrelevantes a la hora de la comunicación. Porque la acción pastoral, es decir, la Iglesia en acto de evangelización, no es otra cosa que un proceso de comunicación a todos los hombres de la fe de la que las iglesias son depositarias y testigos, expresión de aquella comunicación primera acontecida en la revelación y que tuvo su cumbre en la encarnación del mismo Hijo de Dios.

Cuando Pablo en sus escritos nos habla de justificación, gracia y libertad, no se ha olvidado del Reino de Dios predicado por Jesús de Nazaret, sino que ha hecho un trabajo de interpretación a la luz de una nueva realidad y un nuevo sujeto a evangelizar y adaptando su lenguaje a otros códigos de comunicación. Lo mismo cabe decir de los escritos joánicos que aparentan olvidarse de aquel Reino para hablarnos de vida, amor y verdad.

La historia de la evangelización no es otra cosa que el permanente aggiornamento a los nuevos códigos, conceptos y caminos comunicacionales de la fe apostólica transmitida a lo largo del tiempo y del espacio. Si esa tarea se detuviera en un momento, privilegiando exclusivamente una de las múltiples cristalizaciones simbólicas de aquella fe, las consecuencias para la comunidad cristiana y su mandato evangelizador serían obviamente negativas.

Areópagos

En la Carta encíclica Redemptoris missio, Juan Pablo II llamaba la atención acerca de lo que él denominaba “areópagos modernos”: “el mundo de la comunicación, (...), el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, (...) el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales ...” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 37c).

La expresión “areópago” hace referencia a la predicación de Pablo en Atenas, relatada por Lucas en el libro de los Hechos 17, 22-31. Como nos dice Juan Pablo II, “el areópago representaba entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el Evangelio” (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, 37).

A veces creo que se ha banalizado un poco esta expresión, quizás olvidando que aquel pasaje del libro de los Hechos de los apóstoles no se tradujo en un “éxito” evangelizador: “Al oír las palabras ‘resurrección de los muertos’, unos se burlaban y otros decían: ‘otro día te oiremos hablar sobre esto’. Así fue como Pablo se alejó de ellos. Sin embargo, algunos lo siguieron y abrazaron la fe” (Hechos 17, 32-34). Olvidando, por lo tanto, las dificultades propias que cada areópago plantea.

Proclamar la Palabra en los nuevos areópagos exigirá tanto la adaptación a los sujetos, los contextos y los lenguajes como el recuerdo permanente del escándalo y la locura de la cruz (ver 1 Corintios 1,18-25). Así lo hizo la Iglesia en ese largo camino que va de las palabras de Pablo en Atenas a las definiciones doctrinales de los grandes concilios de la antigüedad, expresión profunda del diálogo establecido con la cultura helénica a lo largo de los primeros siglos.

Así debe hacerlo la Iglesia hoy, corriendo los riesgos del caso, latiendo lo más posible con la búsqueda de sentido de los hombres y mujeres de este tiempo, transitando sus caminos, aventurándose en sus lenguajes y confiando en la acción del Espíritu que la precede y la desborda por todas partes.

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