PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA)
(Clarín, 23/04/09)
Hoy se exige mayor violencia del Estado en nombre de lo que se considera la voluntad mayoritaria y democrática. Pero tomar en serio lo que quiere "la gente" no debería llevar a dar autoridad a los reclamos de sus repentinos voceros o profetas.
El populismo penal es un virus especialmente nocivo que recorre la Argentina de un extremo al otro, recurrentemente, cada vez que algún hecho criminal logra capturar la indignación colectiva. El populismo penal tiene una receta y una respuesta habituales frente al crimen -mayor violencia estatal- pero con una novedad llamativa: reclama dicha violencia en nombre de la voluntad mayoritaria. Se trata, por tanto, de un movimiento que promueve un Estado más duro, en nombre de la democracia: "la gente lo pide" -se nos dice-, o también: "hay un clamor popular que exige terminar con esto."
Ocultos detrás de lo que se presenta como el sentir democrático de la sociedad, los defensores del endurecimiento penal consiguen así un doble objetivo. Por un lado, ellos se resguardan frente a las críticas dirigidas contra sus propuestas (como si ellos no fueran quienes exigen mayor violencia estatal, sino sólo los voceros de un reclamo colectivo). Por otro lado, dotan a sus polémicas exigencias de un halo de irreprochabilidad, frente a las voces de sus opositores: nadie se siente cómodo hablando en contra de (lo que se presenta como) las demandas democráticas de la comunidad.
Los argumentos que uno podría dar contra las propuestas del populismo penal son numerosos (su reduccionismo, su simplismo, la probada inutilidad e ineficiencia de sus políticas, su moralidad dudosa, su pobre entendimiento de la naturaleza humana, su falta de humanismo), pero no es necesario, a esta altura, poner el foco sobre el contenido de dicho programa. Interesa por el momento algo previo, como lo es cuestionar las pretensiones democráticas del populismo penal -la idea según la cual existe una conexión íntima entre el populismo penal y el "sentir de la gente."
Conviene hacer referencia al menos a tres cuestiones. En primer lugar, quienes reivindicamos la idea de un derecho penal más democrático no tenemos que aceptar la idea según la cual quienes están mejor situados para decir qué respuesta corresponde dar, frente a un crimen, son las víctimas o sus allegados. Conviene enfatizar este punto dada la frecuencia con que, después de un crimen, las cámaras de televisión ponen sus focos sobre el dolor de quienes han sido agredidos, mostrándolas como las voces más auténticas -y así, más auténticamente representativas- de la comunidad. Para no dar lugar a confusiones: es muy importante cuidar, proteger, amparar a las víctimas, darles contención, trabajar para reparar las (a veces irreparables) pérdidas que han sufrido. Sin embargo, ese máximo respeto no requiere ni implica convertir a aquellas en lo que no son, es decir en autoridades en materia penal. Más bien lo contrario: es difícil que pueda surgir una norma justa desde la (entendible) indignación que genera el crimen sobre quienes lo sufren desde más cerca.
En segundo lugar, a quienes dicen que hay que adoptar penas extremas (como la pena de muerte o la reclusión por tiempo indeterminado) argumentando que eso es lo que reclama -democráticamente- la sociedad, corresponde preguntarles qué es lo que entienden por democracia. Por supuesto, una manifestación en contra (o a favor) de la inseguridad puede ser una legítima expresión popular, pero no es lo mismo conocer las legítimas demandas de un grupo de personas en la calle, que reconocer la voluntad del pueblo o de la mayoría del pueblo.
Asimismo, tampoco merece llamarse "voluntad democrática del pueblo" al mero resultado de alguna encuesta (una encuesta puede tener sentido para un empresario interesado en vender más jabones o autos, pero no para definir criterios sobre lo que es justo). La decisión democrática es algo diferente a todo ello -algo que se vincula finalmente con el sufragio, y que exige información plural, discusión e intercambio de ideas entre quienes piensan distinto sobre el tema en disputa.
Finalmente, y lo que es más importante. En países como el nuestro, tan marcados por la pobreza, la desigualdad y la permanente injusticia social, existen millones de voces que se encuentran marginadas de la comunidad y que son, no casualmente, las que más directamente sufren la violencia estatal. Por ello, resulta simplista e irrespetuoso sugerir que el sufriente testimonio de un puñado de personas, en la radio o frente a las cámaras de televisión, sintetiza los reclamos de las millones de voces silenciadas que existen en el país.
Uno de los principales dramas de la Argentina contemporánea tiene que ver, justamente, con la negación de la palabra a secciones enteras de la comunidad. Tomar en serio lo que quiere "la gente," en materia penal por ejemplo, debiera llevarnos a recuperar -con urgencia- las voces no escuchadas y silenciadas, antes que a dar autoridad a los reclamos de sus repentinos voceros o profetas.
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